—A mí las gentes que creen que tienen importancia —le decía—, que sus vidas tienen importancia, me hacen gracia. Les miro gesticular, asegurar una cosa y me divierte. Porque hay que tener una pretensión inaudita, o ser más tonto de lo que generalmente somos, para suponer que lo de uno tenga la menor importancia. Me recuerdan la suegra de mi hermano Ramón que se enfurecía rabiosamente, a cada momento, por si las cosas se hacían o se dejaban de hacer. A mí, en casa, me llamaban Shanti Andía, por el personaje de la novela de Baroja, que es amigo de mi hermano Ignacio. No sé por qué: no he viajado nunca, ni he corrido aventuras. Lo único que he procurado siempre es no hacer nada. Y si hice —¡qué remedio! ¡hay que vivir!— nunca le he dado la menor importancia. Mi hermano Antonio, que se pasó la vida trabajando para asegurarse una vejez tranquila —eso decía él—, se murió a los cuarenta y dos en pleno trabajo. Como muestra basta un botón. Mi familia ya cumplió.

 
 
 
 
Max Aub, La calle Valverde